Concerts
Neuhold y la 5ª de Tchaikovsky
Programa 06
Martina Filjak, piano
Günter Neuhold, director
I
ETHEL SMYTH (1858 – 1944)
The Wreckers, On the Cliffs of Cornwall (Preludio del Acto II)*
CAMILLE SAINT-SAËNS (1835 – 1921)
Concierto nº 2 para piano y orquesta en sol menor Op. 22
I. Andante sostenuto
II. Allegro scherzando
III. Presto
Martina Filjak, piano
II
PIOTR ILYICH TCHAIKOVSKY (1840 – 1893)
Sinfonía nº 5 en mi menor Op. 64
I. Andante – Allegro con anima
II. Andante cantabile, con alcuna licenza
III. Valse. Allegro moderato
IV. Finale: Andante maestoso – Allegro vivace
*Primera vez por la BOS
DATES
- 02 December 2021 Euskalduna Palace 19:30 h. Buy Tickets
- 03 December 2021 Euskalduna Palace 19:30 h. Buy Tickets
Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
Venta de entradas, a partir del 16 de septiembre.
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En manos del destino
Las tres composiciones programadas para esta tarde de concierto fueron concebidas en un periodo de tiempo que abarca poco más de treinta años. Las tres corresponden a sensibilidades musicales distintas y, en alguna medida, el destino permanece agazapado en los márgenes de las tres partituras.
Compositora prolífica, Ethel Smyth (Londres, 1858-Woking-Surrey, 1944) tuvo la fortuna de ver publicada gran parte de su obra, tanto en Inglaterra como en Alemania y Estados Unidos. Esto, en su tiempo, era toda una proeza asociada a la buena suerte, sobre todo para una mujer que no siempre resultó cómoda para las autoridades. Smyth participó activamente en el movimiento sufragista y su implicación en la causa tuvo dos consecuencias de distinto signo: una popular partitura, la “Marcha de las Mujeres”, y dos meses de estancia en la cárcel.
Pese a la férrea oposición paterna en una Inglaterra de rigidez victoriana, Smyth fue a estudiar al conservatorio de Leipzig. Una vez allí, hizo de nuevo valer su propio criterio y, al no sentirse satisfecha con la enseñanza académica, decidió continuar sus estudios de manera particular con Heinrich von Herzogenberg. En aquellos años de formación conoció, entre otros grandes nombres del panorama musical, a Johannes Brahms, Clara Schumann, Edvard Grieg y Piotr Tchaikovsky. Este último dijo de ella: “La señorita Smyth es una de las pocas compositoras a las que uno puede tomarse en serio” (en deferencia a Tchaikovsky, no olvidaremos contextualizar este comentario).
A su regreso a Londres, sus piezas de cámara fueron estrenadas y disfrutadas sin trabas y en 1893 estrenó en el Royal Albert Hall una obra de envergadura: su Misa en Re Mayor. Sin embargo, sus inclinaciones hacia el género dramático, estimuladas por cierto instinto literario -escribió, además de música, diez apasionantes volúmenes autobiográficos, varios de ellos deliciosamente novelados-, le llevaron a decantarse por la ópera. Las dos primeras se estrenaron en Alemania y enseguida se representaron en Londres y en Nueva York, convirtiendo a Smyth en la primera compositora con una ópera puesta en escena en el “Met”, en 1903.
Las circunstancias fueron propicias e hicieron soplar a su favor las brisas del éxito, pues su retorno a Inglaterra coincidió con la época en que renacía la inquietud por recuperar la ópera inglesa, tras muchas décadas de descuido derivado de la prevalencia en los escenarios de obras de origen italiano o francés. The wreckers, que se podría traducir como “los naufragadores” -si esta palabra existiese- o “los saboteadores”, es una ópera en tres actos compuesta entre 1902 y 1904. La propia Smyth participó, junto a Alma Strettell, en la elaboración del libreto basado en Les naufrageurs de Henry Bennett Brewster. Pero, más allá, la inquietud de la compositora por el tema tuvo como punto de partida un viaje que realizó a Tresco, la segunda en tamaño de las Islas Scilly, en Cornualles. En el norte de esta isla, Smyth visitó Piper’s Hole, una cueva que le impresionó por sus peces ciegos y por sus leyendas. El argumento de la ópera recoge viejas historias decimonónicas sobre los habitantes de los pueblos y aldeas de Cornualles quienes, pobres hasta la miseria, se volvían capaces de llevar a cabo actos miserables, como dar falsas señales a los barcos en las noches de tormenta con el fin de provocar naufragios y quedarse con sus cargamentos. Una especie de piratas de tierra, ebrios de una histeria colectiva, cuyo criminal comportamiento -que incluía el robo y el asesinato- era apoyado por fanáticos guías religiosos, que lo justificaban como un acto de justicia divina.
En cierta manera la obra anticipa, con muchos años de ventaja, el Peter Grimes de Britten y está considerada su ópera más lograda. El preludio al segundo acto, que lleva por título “En los acantilados de Cornualles”, nos asoma a la belleza y al vértigo de estos paisajes naturales azotados por la violencia del mar, donde las personas solo pueden rendirse a la magnitud inabarcable de una fuerza superior, que marca su destino. La orquestación es sugerente, dramática y bella; los motivos musicales recurrentes nos ayudan a sumergirnos en una historia de romanticismo salvaje y también a disfrutar de un paisaje costero que huele a mar.
La ópera fue estrenada el 11 de noviembre de 1906 en el Neues Theater de Leipzig por el legendario Arthur Nikisch. Años después, varias partituras de Smyth serían dirigidas también por otras destacadas batutas como Adrian Boult o Thomas Beecham, pero la compositora no pudo ver realizado su sueño de que el mismísimo Mahler dirigiera esta ópera. Así lo contaba ella misma: “Mahler fue, de lejos, el mejor director de orquesta que he conocido, con el instinto musical más global y es una de las pequeñas tragedias de mi vida que, justo cuando se planteaba programar The Wreckers en Viena, lo expulsaron del cargo”.
Al final de sus días la suerte se volvió cruel con Smyth, pues una sordera progresiva le fue apartando de la actividad musical. Sin embargo, ella convirtió esta circunstancia adversa en una oportunidad para volcarse en la escritura de libros sobre diversas experiencias de su propia vida o acerca del ambiente musical de su época.
Y el destino fue ambivalente en casa de Camille Saint-Saëns (París, 1835-Argel, 1921), pues su padre falleció cuando él apenas tenía dos meses. La viuda, madre de este hijo único, lo confió a una nodriza que lo crío en el campo, a salvo de la tan temida tuberculosis. Cuando el niño volvió al hogar materno, dos años después, sorprendió a la familia -especialmente a su madre y a su tía abuela, encargadas de ofrecerle sus primeras nociones de música- por su talento desbordante, manifestado en diversas facetas musicales: memoria portentosa, dotes para la transcripción de pasajes orquestales al piano, facilidad instrumental e inventiva en la composición de pequeñas piezas. El autógrafo de la primera partitura que este prodigio escribió, con tan solo tres años, se conserva en el Conservatorio de París. Con diez años debutó como pianista en la exclusiva Sala Pleyel de la capital francesa y con trece se consagró por entero a la música.
Pero además, la fortuna le dotó de una mente inquieta y privilegiada que le permitió atender a sus múltiples intereses en diversos campos del conocimiento: astronomía, arqueología, botánica, filosofía, literatura, teatro, idiomas (incluidos el latín y el griego), viajes… Trotamundos empedernido, su carrera de brillante pianista le permitió participar regularmente en las temporadas sinfónicas de media Europa, interpretando sus propios conciertos (escribió cinco para piano) y sus piezas de concierto para piano y orquesta. Pero su afán explorador y su especial inclinación hacia lo exótico le llevaron también a destinos alejados, en una época en la que viajar no era tarea fácil: China, Egipto, Argelia, América del Sur y del Norte fueron algunos de los lugares que visitó.
Por otra parte, Saint-Saëns estaba dotado de una inteligencia aguda y de un sentido de la realidad fuera de lo común y por ello intuía que estaba destinado a vivir un momento histórico en el que el público -sobre todo el parisino, numeroso e influyente- demandaba una música seductora, pero sin sometimientos místicos, sugestiva por sus efectos, pero sin obligaciones intelectuales. Por eso escribió sus conciertos para piano de tal modo que el solista -él mismo en los estrenos- pudiera lucir sus cualidades técnicas y expresivas de manera brillante, al tiempo que la orquesta que concertase con él -y eran muchas las que iban surgiendo en la segunda mitad del XIX en todo el mundo occidental- tuviera también un papel relevante y atractivo.
El Concierto para piano y orquesta nº 2 en sol menor es un ejemplo más de su habilidad en la composición y de la naturaleza de sus dotes instrumentales, puesto que lo escribió en tan solo diecisiete días y en unos pocos más lo puso a punto para estrenarlo en París, en mayo de 1868. Pero es también una muestra más de su vasto conocimiento musical porque, de una manera tácita, comienza con Bach y concluye con Offenbach, aludiendo por el camino a un buen puñado de compositores.
El Andante sostenuto inicial da comienzo con un prolongado solo del piano que, en claro homenaje a Bach, tiene el aire de toccata de las fantasías para teclado del compositor alemán. Tras esta introducción, el movimiento se balancea entre el dramatismo de ciertos pasajes, teñidos por la tonalidad de sol menor, y el encanto lírico que emana de dos temas: el primero lo toma de un Tantum ergo que su discípulo Fauré había escrito en sus años de estudiante; el segundo tiene un cierto aroma schumanniano. Concluye de la misma forma que empezó, así “preludio” y “postludio” contribuyen a estructurar el movimiento. En el Allegro scherzando, la ligereza sobrevuela el movimiento y nosotros viajamos a aquel París irrepetible donde la destreza de los virtuosos convivía con la joie de vivre de una burguesía pletórica. El concierto concluye Presto y lleno de vigor, con episodios repletos de bravura que exigen mucha pericia al solista, como la arrolladora tarantella que, con alguno de los pasajes del movimiento anterior, suponen un guiño a Mendelssohn.
Unos años después de este estreno, el infortunio se cebó de nuevo en Saint-Saëns que, en un brevísimo lapso de tiempo perdió a sus dos hijos, uno de meses y otro de apenas dos años. Esta irreparable tragedia fue apaciguada por su gran fortaleza interior, apuntalada por esta máxima que su tía-abuela le repetía en su infancia, pretendiendo dar valor a un niño privado de la figura paterna: “hay que evitar toda exageración y luchar a toda costa por mantener la entereza y la salud intelectual”. Sin duda, un consejo afortunado.
Poco más de una década separa la Cuarta y la Quinta sinfonías de Piotr Ilich Tchaikovsky (Vótkinsk, 1840-San Petersburgo, 1893). Aquellos fueron años en que el compositor iba forjando una carrera profesional que le proporcionó prestigio y triunfos de toda índole.
Tchaikovsky había nacido y vivido en la Rusia imperial de los Romanov, en el seno de una familia acomodada, amante de la música y la literatura. Su educación temprana, esencialmente francesa, estuvo influida por su institutriz suiza que apoyó las inclinaciones de su pupilo y futuro compositor hacia la música, la poesía y las artes en general. Años más tarde, su formación en el recién creado Conservatorio de San Petersburgo y en la Sociedad Musical Rusa de Moscú desarrolló su talento, al tiempo que estimulaba su interés por los elementos genuinos de la música de carácter popular. Así nació una deliciosa combinación entre cosmopolitismo refinado y alma rusa que catapultó su popularidad fuera de las fronteras de su país, haciendo que se extendiera como una ola imparable por las que eran, en aquel momento, capitales de la música: Berlín, Praga, Hamburgo, Leipzig, París, Londres… y tantas otras. La marea del éxito acabaría llevando al compositor a ciudades emergentes del otro lado del Atlántico como Filadelfia, Baltimore o Nueva York, que solicitaban su presencia como director de sus propias composiciones.
Pero además, en aquellos años ochenta del siglo XIX, Tchaikovsky había hecho realidad uno de sus sueños más queridos: adquirir una casa de campo donde poder descansar de las obligaciones de una vida social rígida, exigente y agotadora. El contacto con la Naturaleza en un lugar alejado del ruido urbano le brindaba la serenidad necesaria para componer y también el aroma del campo. Un largo paseo diario o la acción de plantar flores -los lirios, sus favoritas- eran un bálsamo para su ánimo hipersensible y un revulsivo para su tendencia a la melancolía: “Me siento totalmente sosegado y feliz. Leo mucho, doy largos paseos, como con apetito y duermo bien. En suma: vivo”, escribió a su hermano desde su casa de Klim, hoy convertida en museo.
La Quinta Sinfonía en mi menor Op 64 fue compuesta en esta época y, pese a esta placidez genuina tan buscada por el compositor, está vertebrada por una idea musical que refleja, en cierto modo, una actitud ante la vida impregnada de pesimismo existencial. “Resignación total ante el destino, ante lo inescrutable de la providencia”, es uno de los pensamientos que en aquel tiempo Tchaikovsky recogía en su cuaderno de notas. Y desde luego, el llamado “tema del destino” atraviesa de principio a fin la partitura, manifestándose ya en la Introducción, en la cálida voz del clarinete. Las anotaciones para este Allegro inicial continúan así: “dudas, lamentos, reproches, quejas: ¿acabaré por arrojarme en brazos del destino?”. Además de este tema memorable, el movimiento nos regala otras dos melodías extraordinarias: una de marcado impulso rítmico que, paulatinamente, se hace más y más vigorosa; la segunda es una delicia musical de fraseo largo y pasión exuberante.
De nuevo en el Andante se produce el milagro de la melodía, que se hace presencia en el canto de la trompa. En el corazón del movimiento reaparece el tema del destino: “¿No valdría más arrojarse en brazos de la fe? El programa es excelente, solo si consigo realizarlo”, dejó escrito Tchaikovsky.
En el Vals, la gloriosa convivencia entre elegancia y catarsis nos dejan asombrados ante tanta belleza. Y, sí, también el destino se cuela entre los pentagramas, quebrando por unos instantes la frivolidad del salón.
Ya en el Finale el tema recurrente adquiere proporciones solemnes, casi majestuosas y esta grandeza permanece hasta el final de la obra porque, al recordarnos ideas escuchadas, la sinfonía se cierra con una coherencia musical impecable que, sumada al radiante brillo orquestal, resulta impactante.
La obra fue estrenada bajo la dirección del compositor el 17 de noviembre de 1888, en San Petersburgo. La orquestación suntuosa y cargada de intención romántica y la belleza incontenible que emana de ella, cosida al latido dolorosamente humano de algunos pasajes, hacen de esta sinfonía una obra magna, con sus melodías inolvidables y los solos instrumentales que salpican la partitura aquí y allá, como el aroma de las flores que tanto amaba el compositor.
Disfruten siempre de la música y que el destino les sea favorable.
Mercedes Albaina
Martina Filjak.
Piano
Martina Filjak emerge como una de las más interesantes pianistas de los últimos años. Recibe atención internacional cuando gana la Medalla de Oro, el 1er premio y el premio Beethoven en el Concurso Internacional de Piano de Cleveland. Es también ganadora del Primer Premio del Concurso de Piano María Canals de Barcelona, el Concurso de Piano Viotti en Vercelli y el Concurso de Piano Busoni.
El New York Times escribe: “Ejecución brillante, sensitiva e imaginativa, de recursos técnicos y musicalidad natural…. una individualidad sorprendente… una pianista que hay que seguir”
Ha tocado con directores de la talla de los maestros Poschner, Lang Lessing, Sanderling, Bihlmaier, Fujimoto, Hernández Silva, Caballé Domenech y Shelley, con orquestas de prestigio como la Orquesta de Cleveland, la Sinfónica de San Diego, la Filarmónica de Estrasburgo, la Deutsche Radio Philharmonie, la Staatskapelle Halle, la Staatskapelle Weimar, la Orquesta Filarmónica de Bremen, la Sinfónica de Nuremberg, la Orquesta de la Ciudad de Kassel, la Norddeustche Philharmonie Rostock, la Sinfónica de Bilkent, la Filarmónica de Cracovia, La Verdi en Milán, la Filarmónica de Zagreb, la Sinfónicas de Daegu, y en España ha tocado con la Orquesta Sinfónica Nacional de Barcelona y Catalunya, Orqueseta Sinfónica de Bilbao, Orquesta de Granada, Sinfónica de Tenerife, la Real Filarmonía de Galicia en España y la Filarmónica de Málaga. Tuvo un enorme éxito en su debut con la Filarmónica de Buenos Aires en el Teatro Colón dirigida por el Mº Hernández Silva la Filarmónica de Bogotá dirigida por Josep Caballé Domenech.
Ha ofrecido recitales en salas de prestigio como la Concertgebouw Amsterdam, Konzerthaus Berlin, Palau de la Música en Barcelona, Zankel Hall en Carnegie Hall, el Teatro San Carlo, Sala Verdi, Salle Gaveau, Musikverein y Konzerthaus y el Auditorio Nacional en Madrid.
Günter Neuhold.
Director
Nace en Graz en 1947 y estudia dirección de orquesta en la Hochschule de su ciudad y cursos de perfeccionamiento con Franco Ferrara en Roma y con Hans Swarowsky en Viena. Entre 1972 y 1980 recibe numerosas invitaciones de la República Federal Alemana, llegando a ser primer Kapellmeister en Hannover y Dortmund. Premiado en numerosos concursos de dirección de orquesta: en Florencia (1972), San Remo (1976), Viena (1977), Salzburgo (1977) y Milán (1977), lo que le permite iniciar una vasta carrera y dirigir orquestas como la Filarmónica y la Sinfónica de Viena, Scala de Milán y Orquesta de la RAI de Roma, Turín y Milán.
De 1981 a 1986 fue director musical de la Orquesta Sinfónica Arturo Toscanini y del Teatro Regio de Parma. Entre 1986 y 1990 director titular y artístico de la Real Filarmónica de Flandes (Amberes), con la que realiza varias giras por Italia, Alemania, Gran Bretaña, Francia. Holanda y Austria. De 1989 a 1995, es Director General de Música en el Badisches Staatstheater de Karlsuhe y desde 1995 a 2002, es Director General de Música y Director Artístico del Teatro de Bremen. De 2008 a 2014 fue Director Titular y Artístico de la Orquesta Sinfónica de Bilbao. En 2018/19 fue Principal Director Invitado de la Sinfónica Nacional Húngara.
Ha dirigido numerosas orquestas: Filarmónica y Sinfónica de Viena, Staatskapelle de Dresde, Philarmonia, Orquesta Nacional de Francia, Orquesta Sinfónica Radio Berlín, Turín, Milán, Nápoles, Gürzenich Köln, Hamburgo, Leipzig, Baden-Baden, Stuttgart, Orquesta RAI de Roma, Maggio Musicale Florentino, Capitol de Toulouse, sinfónicas de Madrid, RTVE, Sevilla, Galicia, Gran Canaria, Tenerife, Bilbao, San Sebastián, Valencia, Liceu de Barcelona, Lisboa Gulbenkian, Sinfónica Singapur, Qatar, Malasia, Shanghai, Tianjin, Hangzhou, Incheon, Masan, Changwon, Busan, Filarmónica Tokio, Metropolitan y Yomiuri, Orquesta Tchaikovsky de Moscú, Filarmónica Odessa, ABC Australia Melbourne, Auckland Philharmonia, Canadian B.C. Vancouver, Calgary, Filarmónica Ontario, Orquesta Nacional México, OFUNAM México City, Guanajuato, Guadalajara, Sinfónica Sâo Paulo, Sinfónica Nacional y Filarmónica de Buenos Aires. Ha dirigido en los más importantes teatros de ópera; Milán, Roma, Nápoles, Venecia, Palermo, Bolonia, Génova, Viena, Berlín, Dresde, Munich, Leipzig, Budapest, Zurich, Ginebra, Madrid, Monte-Carlo, París, Toulouse, Burdeos, Estrasburgo, Marsella, Lisboa, Bilbao, Graz, Oslo, Göteborg, Filadelfia, Buenos Aires y Tokio. Ha tomado parte en Festivales de reconocido prestigio: Salzburgo, Vaticano- Beethoven Missa Solemnis – Eurovision, Radio France Montpellier, Granada, Santander, Flanders, R. Strauss Dresden, Festival Enescu Bucarest, Colorado, Festival Mozart A Coruña y Bienal de Venecia, Musika-Música Bilbao y Busan MARU.
Tiene una discografía muy amplia: El Castillo de Barba Azul (Bartók), La Condenación de Fausto (Berlioz), Gurre-Lieder (Schönberg), Der Vampyr (Marschner), Madama Butterfly (Puccini) – Orphée d’Or 2003, Tetralogía de (Wagner), Pasión según San Mateo (Bach), Réquiem (Verdi), Concierto para orquesta (Bartók), La Consagración de la Primavera (Stravinsky), Sinfonías 1, 2, 3, 5 (Mahler), Sinfonía 1 (Brahms), Sinfonía 4 (Bruckner), Kodály, J. Strauss, Schreker, Wolf–Ferrari, Berg, Schnittke, Schulhoff, Liebermann y Rihm. En 1999 fue laureado con la “Medalla de Honor de Plata de la República Austríaca”.
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