Conciertos
BOS 6
John Axelrod, director
Franz Liszt (1811 – 1886) (Orq. de Franz Doppler (1821-1883)): Rapsodia húngara nº 6 en Re Mayor S. 359
Wlad Marhulets (1986): Concierto para clarinete Klezmer*
David Krakauer, clarinete
Béla Bartók (1770 – 1827): Concierto para orquesta
I. Introduzione: Andante non troppo – Allegro vivace
II. Giuoco delle copie: Allegretto scherzando
III. Elegia: Andante non troppo
IV. Intermezzo interrotto: Allegretto
V. Finale: Pesante – Presto
* Estreno en España
FECHAS
- 14 de diciembre de 2017 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
- 15 de diciembre de 2017 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
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RAÍCES DEL ESTE
En la música de Liszt lo universal siempre tuvo más fuerza que lo nacional, lo cual puede sorprender si tenemos en cuenta que su carrera transcurrió en un momento en el que las regiones del este empezaron a responder a la hegemonía de la música alemana con el florecimiento de las primeras escuelas nacionales, entre las que la húngara estaba llamada a cumplir un papel importante. Pero Liszt se fue muy pronto de casa y viajó por tantos países que acabó por no pertenecer a ninguno, por lo que su revolución se hubo de hacer desde el interior de la música, desde la forma, desde la armonía, desde su vocación de futuro y su visión unificadora de las artes de todas las épocas. Tan trascendente era su mirada que lo nacional quedaba inevitablemente abandonado a la forma breve. Es ahí donde aparecen sus 19 Rhapsodies Hongroises para piano, en las que melodías zíngaras que él mismo recopilaba se introducían en ambientes de virtuosismo espectacular, de ritmos trepidantes, pero tratando siempre de respetar su esencia. Según sus palabras, “si un artista europeo, mediante la adivinación simpática, se identifica con el espíritu imperante en este arte, tal vez consiga recitar las canciones, coordinarlas, recopilarlas e interpretarlas con el mismo sentimiento que las ha concebido”.
Pese a ser un maestro del color orquestal, en Liszt el piano fue el campo de expresión natural, la base de toda su música: no sólo fue un intérprete excepcional en el que se comienzaron a definir las cualidades del músico de masas moderno (gran presencia sobre escenario, máxima expectación ante sus conciertos, admiración incondicional del público), sino que fue ampliando las posibilidades del piano al compás que demandaban sus propias composiciones. Y de igual forma que en sus transcripciones para piano de obras orquestales hay pérdidas en el camino, las transcripciones para orquesta de sus obras para piano pueden debilitar su corazón romántico. La Rapsodia húngara nº 6, compuesta en 1847 y después orquestada por Franz Doppler hacia 1860, muestra a Liszt en su naturaleza más salvaje, en el fuego de “su propia chispa divina”, donde la técnica del piano y el sentimiento de la tierra se hacen fuertes a la vez: el vértigo de la música imprime a la obra su carácter rapsódico al tiempo que sus melodías colorean el paisaje nacional a ritmo del Csárdás, uno de los bailes tradicionales húngaros.
La época en que maduró Bartók (tenía cinco años cuando murió Liszt) fue aún más favorable a la búsqueda de una identidad nacional, sobre todo después de la caída del Imperio austrohúngaro en 1918 y la recuperación por parte de Hungría de la independencia perdida en el siglo XVI. Frente a la universidad de Liszt, Bartók extendió sus raíces húngaras por toda su obra, desde sus inicios hasta sus piezas finales, en sus momentos de radical experimentación (barbarismo, expresionismo) y en el clasicismo de su madurez. Su interés por las estructuras del canto popular fue constante y dedicó continuos esfuerzos a recolectar materiales sobre el terreno, convencido de que “la música campesina manifiesta gran perfección y variedad de formas. Es sorprendente su fuerza expresiva, que está libre de toda superficialidad y sentimentalismo”. De la mano de Bartók, la música húngara, además de alcanzar un renombre internacional impensable en otras regiones del este, consolidó los cimientos y las estructuras de su propio futuro.
Cuando los nazis alentaron su decisión de abandonar Hungría para establecerse en Estados Unidos, adonde llegó en 1940 con cincuenta y nueve años y su equipaje extraviado, su mirada perdió perspectiva: la etapa neoyorquina de Bartók estuvo marcada por la adversidad económica, por su precaria salud y por sus arduos esfuerzos por adaptarse al nuevo ambiente. Las circunstancias fueron tan hostiles que le hundieron emocionalmente y detuvieron su actividad creativa durante años, llegando a creer que su carrera había terminado para siempre.
Un día de 1943 recibió en el hospital la visita de Serge Koussevitzky, que entonces era titular de la Sinfónica de Boston, con el encargo de una nueva obra para su orquesta. En realidad la idea provenía del violinista Josef Szigeti y el director Fritz Reiner, compatriotas y amigos del compositor. A Bartók le encantó la propuesta y en pocas semanas, durante su recuperación en un centro sanitario de Saranac Lake, al norte de Nueva York, compuso su Concierto para orquesta. El estreno se retrasó hasta diciembre de 1944 y el compositor, que asistió en contra de la opinión de sus médicos, obtuvo un triunfo absoluto que le dio fuerzas para comezar dos obras nuevas: el Tercer concierto para piano y el Concierto para viola, inacabadas a su muerte en 1945.
Bartók dijo que el espíritu del Concierto para orquesta representa esencialmente “una transición gradual desde la severidad del primer movimiento y el tono lúgubre del tercero hasta la afirmación vitalista del quinto”. Ello nos da pistas sobre la estructura formal, en la que estos tres movimientos actúan como centros de gravedad, mientras que el segundo y el cuarto, más breves y ligeros, intervienen como intermedios. Contemplada desde la distancia, la partitura en su conjunto adopta una suerte de forma tripartita (con movimiento lento central) que la empareja con la estructura tradicional del concierto barroco. Desde el punto de vista del estilo es también una obra retrospectiva, lineal, sin las sonoridades centelleantes y percusivas de otras etapas. Ahora bien, ¿por qué un concierto y no una sinfonía? ¿Dónde está el solista? Lo es la orquesta al completo, pues las distintas secciones tienen antes o después un tratamiento concertante: “el elemento virtuosístico aparece, por ejemplo, en las secciones fugadas en el desarrollo del primer movimiento (instrumentos de metal), en el pasaje a la manera de perpetuum mobile en el tema principal del último movimiento (cuerdas), y especialmente en el segundo movimiento, donde los instrumentos se alternan por parejas en pasajes brillantes”. Lo menos evidente son las raíces folclóricas de las melodías, que existen, aunque Bartók les dio una fisionomía clásica que las vuelve prácticamente imperceptibles. A cambio, en el Intermezzo interrotto introdujo súbitamente, de manera tan burlona como directa, una cita del tema de la invasión de la Séptima sinfonía de Shostakovich, que era popularísima en Estados Unidos, mucho más que ninguna de sus obras.
La idea de Bartók de reunir elementos folclóricos y técnicas avanzadas de composición tuvo muchas consecuencias e inició un proceso imparable que se prolonga hasta nuestros días: que la música se convirtiese en fuente de modernidad para las vanguardias permitió dignificar, revitalizar y trasladar a las salas de conciertos numerosas tradiciones que de otra forma hubiesen permanecido ocultas al mundo exterior. Prueba de ello es la música klezmer, que es propia de la tradición askenazí de las regiones del este (Rumanía, Bulgaria, Polonia, Ucrania), con raíces más que probables en Oriente Medio. La palabra hebrea klezmer se puede traducir como “instrumento de canto”, aunque su carácter es esencialmente instrumental, asumiendo la función de acompañar las celebraciones y los ritos de paso judíos. Como consecuencia de los movimientos migratorios, la música klezmer ha sobrevivido de generación en generación en distintos puntos de la geografía, escuchándose en reuniones de la comunidad judía estadounidense desde mediados del siglo XIX, pero también, por ejemplo, entre los prisioneros judíos en los campos de concentración nazis como canto de esperanza y afirmación de su identidad. En las últimas décadas géneros musicales como el free jazz, el hip-hop o el funk se han acercado al klezmer, igual que lo han hecho compositores clásicos como, por ejemplo, Paul Schoenfield.
Wlad Marhulets, miembro de una familia de orígenes judíos, tenía dieciséis años el día que su hermano llevó a casa un disco de música klezmer con el clarinetista David Krakauer: “Era una música tan audazmente judía, tan llena de energía salvaje, que una especie de locura envolvía mis sentidos mientras la escuchaba”. Tanto le gustó que ese mismo momento decidió ser músico y crear su propia banda klezmer para recorrer toda Polonia. Años después, siendo alumno de John Corigliano en la Juilliard de Nueva York, contactó con Krakauer para presentarle algunas de sus composiciones, y fruto de aquel encuentro recibió el encargo del Concierto para clarinete klezmer, con el que obtendría el premio Azrieli de música judía. Que esté compuesto para orquesta completa con añadido de bajo eléctrico y batería demuestra su afán de superar barreras, al que se une su propósito de “yuxtaponer formas tradicionales del klezmer con una escritura orquestal contemporánea”. Estrenado en 2009 por Krakauer y la Sinfónica de Detroit dirigida por Andrew Litton, el concierto renueva en última instancia la tradición iniciada por la primera generación de compositores judíos que acudieron a Israel durante los años treinta: la búsqueda de un espacio común entre las técnicas que llevaban de occidente y el descubrimiento de un folclore desde el cual revivir las antiguas tradiciones hebraicas.
Asier Vallejo Ugarte
DAVID KRAKAUER, clarinete
David Krakauer es ampliamente considerado como uno de los más destacados clarinetistas de hoy en día, tanto por ser clave en la innovación del repertorio klezmer moderno como también una importante voz dentro del repertorio clásico.
Fue nominado para un Grammy por su grabación como solista de la orquesta “A Far Cry” y a un Premio Juno junto al violoncelista Matt Haimovitz por su CD “Akoka.» Emerge como un electrizante solista sinfónico colaborando como solista con orquestas como la Amsterdam Sinfonietta, las sinfónicas de Baltimore, Phoenix, Seattle y Detroit , Brooklyn Philharmonic, Weimar Staatskapelle, las orquestas de Lyon y Lamoureux, Dresdener Philharmonie y la Sinfónica de Bilbao.
Krakauer ha colaborado con cuartetos como el Kronos, Emerson, Tokyo, Orion y Miró. Tocó junto al reconocido pianista de jazz Uri Caine en la temporada inagural de Zankel Hall, Carnegie Hall y fue residente del Aspen Wind Quintet durante ocho años. Recibió un International Emmy Award por el documental homenaje al holocausto Memoria de Música de Auschwitz que grabó con Abraham Inc.
Por su discografía recibió los galardones del Diapason D’Or por la obra “The Dreams and Prayers of Isaac the Blind” (Golijov/Kronos Quaret con Nonusuch), Disco del Año del Preis der Deutschen Schallplattenkritik por la obra “The Twelve Tribes” (Label Blue), un Pulitzer Prize con la obra “The Tempest Fantasy” de Paul Movarek. También ha grabado con el violinista Itzhak Perlman la obra “The Klezmatics”(Angel) y junto a Dawn Upshaw /Osvaldo Golijov (Deutsche Gramophon). Ha tocado en las películas “Taking Woodstock” de Ang Lee y “The Tango Lesson” de Sally Potter.
Nuevos lanzamientos incluyen el álbum “Checkpoint” (2015), con su propia banda Ancestral Groove (Label Blue), el “Concierto para Clarinete” de Moravec con el Boston Modern Orchestra Project (BMOP Sound), y “The Big Picture” con su propio sello, Table Pounding Records.
Krakauer es profesor en la Manhattan School of Music, Mannes College of Music del New School y el Bard Conservatory.
JOHN AXELROD, director
Con un repertorio extraordinariamente diverso, una programación innovadora y un estilo interpretativo carismático, John Axelrod sigue aumentando su fama como uno de los principales directores del panorama actual.
John Axelrod es director general, artístico y musical de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y, anteriormente, fue director musical y director titular de la Orquesta Sinfónica y teatro de Lucerna (2004-09), director musical de la Orchestre National des Pays de la Loire (2010-13) y principal director invitado de la Orquesta Sinfónica de Milán «Giuseppe Verdi» (2011-17).
Se graduó en 1988 en la Universidad de Harvard. Recibió clases de Leonard Bernstein en 1982 y también estudió con Ilya Musin en el Conservatorio de San Petersburgo en 1996.
Desde 2001, ha dirigido más de 160 orquestas en todo el mundo, 30 óperas y 50 estrenos mundiales. Entre las orquestas internacionales con las que ha mantenido una relación a largo plazo, cabe destacar la RSB de Berlín, la NDR de Hamburgo, la Hr-Sinfonieorchester Frankfurt, la NHK Symphony de Tokio, la Sinfónica de la RAI de Turín, la Orquesta de La Fenice de Venecia, la Orquesta del Maggio Musicale Fiorentino, la OSI de Lugano, Camerata Salzburg, la Orquesta Mariinsky y la Orquesta Sinfónica de la Radio de Viena, entre muchas otras.
La actividad operística reciente de John Axelrod le ha llevado a dirigir Candide de Bernstein en el Teatro del Châtelet, Teatro alla Scala y Maggio Musicale Fiorentino; Eugene Onegin en el Teatro San Carlo de Nápoles; Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny de Kurt Weill en la Ópera de Roma y Mirandolina de Martinú en el Teatro de La Fenice de Venecia. Para el Festival de Lucerna, de 2004 a 2009, dirigió: Rigoletto, The Rake’s progress, Don Giovanni, la Ópera de los tres peniques, Falstaff e Idomeneo.
John Axelrod ha grabado repertorio clásico y contemporáneo para sellos como Sony Classical, Warner Classics, Ondine, Universal, Telarc, Naïve y Nimbus.
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