Conciertos

BOS 05


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

 

Programa 05. Beethoven bendice el hogar.

Erik Nielsen, director.
Alfonso Gómez, piano.


LUDWIG VAN BEETHOVEN (1770 – 1827)

La consagración de la casa, Obertura Op. 124

RAMÓN LAZKANO (1968)

Hitzaurre Bi, concierto para piano y orquesta

Alfonso Gómez, piano.

LUDWIG VAN BEETHOVEN (1770 – 1827)

Sinfonía nº 8 en Fa Mayor Op. 93

I. Allegro vivace e con brio
II. Allegretto scherzando
III. Tempo di Menuetto
IV. Allegro vivace

 

Dur: 60’ (aprox.)

FECHAS

  • 19 de noviembre de 2020       Palacio Euskalduna      12:00 h. Comprar Entradas
  • 19 de noviembre de 2020       Palacio Euskalduna      19:30 h. Comprar Entradas
  • 20 de noviembre de 2020       Palacio Euskalduna      17:00 h. Comprar Entradas
  • 20 de noviembre de 2020       Palacio Euskalduna      19:30 h. Comprar Entradas

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CUALQUIER TIEMPO PASADO…

Es curiosa la relación tan contradictoria que tenemos con el tiempo. Nos cuesta aceptar su paso, pese a querer vivir muchos años. Aunque esperamos que lleguen tiempos mejores, nos aferramos de alguna forma a aquellos momentos que ya quedaron atrás. Puede ser de forma física, intentando recobrar la juventud con algún producto que retarde el inevitable efecto de la gravedad, un tinte que devuelva el tono a un cabello que se empeña en cambiar de color sin permiso, tal vez unas inyecciones de bótox o ácido hialurónico de esas tan de moda entre famosos y famosillos, o incluso una cirugía estética para recolocar todo en su sitio –con un poco de suerte, mucho arrojo, un buen médico con más sensatez que avaricia y un considerable desembolso–. Pero también puede ser emocionalmente, con esos cajones y armarios llenos de «por si se vuelve a poner de moda» o «por si adelgazo un par de kilos», de «para cuando lleguen los nietos», de «cómo vas a tirar eso, con lo que nos costó» y de «fíjate, todavía huele a su perfume». Quien más, quien menos, guarda en una vieja lata de galletas –o en una caja de zapatos, o en sobres de manila– un montón de fotos con los colores desvaídos y alguna esquina doblada, que provocan por igual sonrisas, nudos en la garganta y suspiros de «ay, cómo pasa el tiempo…».

Las obras que vamos a escuchar hoy tienen mucho que ver con esas fotos descoloridas, la nostalgia del pasado y nuestros –vanos– intentos por controlar el tiempo.

La primera de ellas, la obertura Zur Weihe des HausesLa consagración del hogar– es una poco conocida pieza de Beethoven que bien mereciera interpretarse más a menudo. Compuesta para la reapertura del Josephstädter Theater de Viena el 3 de octubre de 1822, esta solicitud viene propiciada por el éxito de otra obra compuesta diez años antes. En 1812, con motivo de la inauguración del Nuevo Teatro Real de la ciudad húngara de Pest, Beethoven había puesto música a las obras del dramaturgo August von Kotzebue Die Ruinen von AthenLas ruinas de Atenas– y König Stephan oder Ungarns erster WohhtäterEl Rey Esteban o El primer Benefactor de Hungría–, dos pequeñas obras teatrales en un solo acto con un tema de espíritu revolucionario tan afín a Beethoven. Ante una ocasión similar, el de Bonn aprovechó esa antigua partitura para revisarla, adaptarla, añadir un coro aquí, un ballet allá, cambiarle la obertura, darle un nuevo aire y, ¡voilá!, el encargo de Carl Friedrich Hensler, el director del nuevo teatro, está listo –lástima que, como siempre, entregó las partituras a los músicos la misma tarde del estreno, por lo que no dio tiempo a ensayarla convenientemente y no se pudo interpretar tal y como estaba previsto, sino en fecha posterior–.

Y, como quien intenta destacar el parecido con una foto de juventud de uno de sus progenitores –encontrada en esa caja de la que hablábamos antes– adaptando su peinado o realzando su perfil, en esta obertura, pese a ser una obra tardía, Beethoven quiso que el estilo de Händel, uno de los compositores a quien él más admiraba, estuviese presente, llegando a confesar que «había querido imitar la grandiosidad sonora de Händel en sus obras más opulentas». La exultante obra comienza con aire majestuoso, con una introducción solemne a la manera de las Oberturas francesas, para fluir hacia una fanfarria con cierto aire festivo. Tras un desarrollo sinfónico y un breve interludio claramente beethovenianos, la composición nos conduce a un Allegro con brio de claro contrapunto barroco a modo de enérgica fuga que recuerda en ciertos momentos a los pasajes fugados de su Novena Sinfonía. De final vertiginoso, casi frenético, esta luminosa pieza posee reminiscencias estilísticas de compositores de épocas precedentes como Händel, pero no es más que –si me permiten la metáfora– Beethoven posando ante el espejo con una vieja peluca sacada de un arcón intentando parecerse al retrato de su abuelo.

Siguiendo este caprichoso fluir del tiempo, la segunda obra nos catapulta a 1993. En Hitzaurre bi para piano y orquesta, compuesta en dos movimientos y galardonada con el premio Príncipe Pierre de Mónaco en 1995, la pelea que Lazkano mantiene con su época es mucho más compleja. Moviéndose en un difícil equilibrio entre tradición y experimentación –así como entre la influencia de sus maestros franceses y el lenguaje sincero y directo del carácter vasco, por mucho que al compositor donostiarra no le guste etiquetarse con ninguna identidad nacional–, este concierto, como el resto de su obra, no pretende mantener arquetipos de una cultura concreta sino, muy al contrario, desbordar las memorias heredadas y las costumbres adquiridas.

La materialidad y violencia de Hitzaurre bi contrasta con la sutileza de sus armónicos y el desarrollo de sus resonancias en los diferentes colores orquestales, alternando pasajes de brusca ruptura con momentos de serena introspección y compases realmente virtuosísticos. Sin ser su concierto más logrado –en la misma línea llegaría años más tarde Labortorio de tizas, más depurada y con mayor recorrido–, es probablemente una de las obras que mejor sabe transmitir la excitable sensibilidad, variable y extrema de este intenso músico, cuyo concepto de composición es «ordenar el tiempo con sonidos» y que, sin embargo, se reconoce mutable en un tiempo que nunca se detiene.

Y termina el programa volviendo a Beethoven, a quien habíamos dejado intentando emular un viejo estilo, y que lo volverá a hacer de nuevo en su Octava sinfonía, esta vez con el que fue su profesor, Joseph Haydn, de quien dijo no haber aprendido nada pero que tanta influencia ha dejado en su música.

La Sinfonía nº 8 en fa mayor, cuyo manuscrito está fechado en Linz en octubre de 1812, fue escrita sirviendo como válvula de escape a algunos bloqueos compositivos que presentaba la Séptima. En comparación a esta, puede parecer una frivolidad cortesana cuya vuelta a un anticuado clasicismo corresponde a un guiño cómico. Pero nada de esto explica cómo, en una de las épocas más duras de su vida, entre desamores, conflictos familiares, serios problemas de salud y casi al borde del suicidio, Beethoven fue capaz de escribir su sinfonía más alegre, más despreocupada, más «desabotonada», como él mismo decía. De un carácter tan optimista que roza la insolencia, breve como un divertimento y carente de la espectacularidad de otras sinfonías, la escritura de la Octava –a quien el propio Beethoven llamaba «su pequeña» para distinguirla de la Sexta, también en fa mayor– pudiera parecer una especie de pasatiempo entre la grandiosidad de la Séptima y la impresionante Novena y, sin embargo, su meticulosa escritura la convierte en una obra deliciosa, de una belleza mucho más profunda y serena de lo que su aspecto juguetón deja ver y que merece un puesto relevante en el conjunto del catálogo beethoveniano, cerrando su segundo período orquestal, abandonando definitivamente el clasicismo para consolidar un lenguaje sólido y claramente romántico.

El primer movimiento, Allegro vivace e con brio, parece un homenaje a Haydn, con su estructura clásica canónica, aunque presenta un dinamismo casi maníaco. Incansablemente alegre, juega con contrastes tímbricos, rítmicos y dinámicos como si de un humor grosero se tratase. Pese a este despliegue expresivo, el segundo no es un movimiento lento, como cabría esperar. En su lugar encontramos un Allegretto scherzando, de simpático esquema rítmico, casi mecánico, que se suponía escrito en honor al invento de su amigo Johann Nepomuk Mälzel, el metrónomo, pero que probablemente sea una más de las historias noveladas que Anton Schindler, amigo de Beethoven y fantasioso biógrafo, haya inventado. Muchos más visos de credibilidad ofrecen las teorías que dicen que la Sinfonía del Reloj de Haydn podría haber inspirado este tierno, divertido y fresco movimiento. Le sigue un tempo de menuetto, un tipo de movimiento típicamente clásico que Beethoven había abandonado hacía años pero que retoma para esta sinfonía. Recuerda levemente a la reunión de campesinos de la Pastoral, destacando los dúos de corno y clarinete del lírico Trío. Termina la sinfonía con el cuarto movimiento, un Allegro vivace de gran complejidad que en extensión es tan largo como los tres anteriores juntos. Con un comienzo casi intrascendente, se acelera en una especie de carrera descontrolada llena de guiños haydnianos, sorpresas, parones y fingidos obstáculos con una inesperada y desproporcionada coda que conduce a un apoteósico y vigoroso final.

La Octava Sinfonía no fue bien recibida, comparada con la Séptima. Pero cuando su alumno de piano Carl Czerny preguntó al maestro de Bonn por qué, respondió con algo de filosofía y mucho de orgullo: «porque es mucho mejor que la otra». Difícil, en verdad, decidir cuál es mejor.

Lo que sí está claro, como dice el musicólogo Carlos García de la Vega, es que «parece que el propio Beethoven quisiera despedirse socarrona y hasta desquiciadamente de unos usos y costumbres que empezaban a no estar à la mode, como el que se burla de su propia apariencia en una foto antigua».

Las fotos nos enfrentan al paso del tiempo mucho mejor que los espejos, pero la lucha –a veces encarnizada, otras veces juguetona y en ocasiones incluso tierna– para adaptarnos al paso de los años nos deja sus huellas y cicatrices por todas partes, incluso en la música. Disfruten de ella y, para que puedan seguir peleándose con el tiempo, cuídense.

Nora Franco

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