Conciertos

El Emperador de Beethoven


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

Nuno Coelho, director
Vadym Kholodenko, piano


I

LUDWIG VAN BEETHOVEN (1770 – 1827)

Concierto nº 5 para piano y orquesta en Mi bemol Mayor Op. 73 «Emperador»

I. Allegro
II. Adagio un poco mosso
III. Rondo: Allegro

Vadym Kholodenko, piano

II

ANTONIN DVORAK (1841 – 1904)

Sinfonía nº 8 en Sol Mayor Op. 88

I. Allegro con brio
II. Adagio
III. Allegretto grazioso
IV. Allegro ma non troppo

FECHAS

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¡Paso al Emperador!

Casi lo único bueno de terminar las vacaciones son los reencuentros con los amigos de siempre. Aunque ya estamos en octubre y muchos de esos momentos ya se han producido hace unas semanas, aún nos faltaba regresar al Palacio Euskalduna para comenzar la nueva temporada de la BOS. Y éstos sí que son amigos de toda la vida: me refiero también, por supuesto, a nuestros músicos pero, sobre todo, a los dos compositores que nos acompañan en este programa inicial. Pocos pueden ser más queridos por el público que Beethoven y Dvorak, a quienes además vamos a escuchar en la plenitud de su estilo gracias a dos obras de madurez, espléndidas e impactantes, cuyas inolvidables melodías forman parte de la memoria y de la educación sentimental de generaciones de melómanos.

Se trata además de dos cumbres de sus respectivos géneros, el concierto y la sinfonía del período romántico, es decir, el tipo de música que ocupa la mayor parte de las programaciones de las grandes orquestas. Así, en el siempre delicado equilibrio entre la novedad y la tradición que nuestra orquesta busca al elaborar cada temporada, este concierto inaugural se mantiene dentro del ámbito más clásico, propiciando así ese ambiente de reencuentro con nuestros referentes; con nuestros amigos de siempre, por así decirlo. Tiempo habrá en los próximos meses para disfrutar de sorpresas e innovaciones, que dan interés y variedad a la temporada; hoy abrimos la puerta de casa en zapatillas porque nos visitan los compañeros de más confianza para compartir la tortilla de siempre sin complicarnos la vida.

Pero cuidado: no por consabida, la visita es menos gozosa; al contrario: precisamente porque nos conocemos bien vamos a disfrutar al máximo del reencuentro. Con los amigos de verdad, aunque pasen meses sin vernos, la conversación fluye desde el primer momento como si la hubiéramos dejado ayer mismo.

Además, tenemos la suerte de que nuestros viejos amigos no sin cualquier cosa; hablamos de todo un Emperador y de su compañera, dedicada, por cierto, a otro emperador y, como mínimo, una reina del repertorio. En ambos casos escucharemos piezas de alto impacto, cumbres de su estilo en las que se combinan magistralmente las formas que dieron lustre a dicho estilo con la libertad con las que los autores supieron enriquecerlas: la solidez y la flexibilidad de la forma sonata como base de los dos grandes géneros de los que antes hablaba. Si ambos, concierto y sinfonía, fueron tan extraordinariamente longevos y fructíferos, capaces de protagonizar prácticamente siglo y medio de historia de la música sinfónica, fue, precisamente, gracias a su capacidad para aunar la claridad y el rigor de la estructura con las oportunidades que ella misma daba para la variación y el ejercicio de la creatividad de los músicos. En esto, sin duda, Beethoven marcó el camino a todos sus sucesores: heredó los modelos del clasicismo y fue capaz de transformarlos sin destruirlos. Así, por mucho que su quinto concierto para piano, que hoy escucharemos, sea tan distinto de los conciertos de Haydn y Mozart , e incluso de los primeros del propio autor, la estructura que lo sustenta permanece igual en el fondo, aunque tan expandida por la imparable imaginación del genio que cuesta reconocerla; ahí está, sin embargo, dando sentido y coherencia al conjunto.

Este equilibrio entre rigor constructivo e inspiración, entre gramática y fantasía, que tantos quebraderos de cabeza dio a Beethoven y sus sucesores, es la herencia que recibió también Antonin Dvorak unas décadas después a través tanto del trabajo de Schumann o Brahms en la elaboración de estructuras cíclicas y de desarrollo orgánico que mantuvieran viva la evolución del género sinfónico como de las innovaciones más radicales de Liszt y Wagner, a lo que él añadió la inspiración folclórica de las melodías y ritmos de Bohemia, todo lo cual encontraremos en su sinfonía octava.

Así que nos encontramos ante dos obras maestras de sus respectivos géneros; un generoso y brillante comienzo de temporada. Hablemos un poco más despacio de cada una de ellas.

El quinto y último concierto para piano de Beethoven muestra una notable contradicción entre las circunstancias en las que se creó y su carácter épico y por momentos triunfal. Entre 1808 y 1810 Viena sufrió los bombardeos y la ocupación por parte de las tropas de Napoleón mientras la familia imperial huía hacia la seguridad de sus posesiones en Hungría. El oído, ya muy dañado, del músico le hizo sufrir lo indecible por el estrépito de los cañonazos; se cuenta que tuvo que refugiarse en el sótano de la casa de su hermano y cubrirse la cabeza con almohadas debido al dolor que el ruido le provocaba. Los tiempos de la ocupación, inciertos y belicosos, contaminados sonoramente por los tambores del ejército francés, no parecían el mejor momento para ejercer la creatividad artística. Beethoven, además, sentía la ausencia de su alumno, amigo y protector, el Archiduque Rodolfo (a quien luego dedicaría la pieza) ausente de la ciudad junto con su hermano el Emperador Francisco.

Sin embargo, aquel hombre ya dramáticamente aislado por su sordera (éste sería el único de sus conciertos que no pudo estrenar él mismo), maltratado por el ruido, inquieto por la situación política y por la crisis de sus propios ideales ilustrados, dio a través de la música una nueva muestra de su inmensa fortaleza de ánimo. Pocos años antes, al sentir los primeros embates de la enfermedad del oído, había dejado escrito, en el famoso Testamento de Heiligenstadt, que sólo la conciencia de su deber como artista y de lo mucho que aun tenía que ofrecer al mundo le había impedido poner fin a su vida para acabar con la tortura física y, sobre todo, psicológica que suponía su situación. Y no se equivocaba; tenía aún la mayor parte de su obra pendiente y, como parte de ella, piezas tan extraordinarias como este monumental y arrollador concierto, surgido en las peores circunstancias pero capaz de sobrepasarlas con la fuerza de una voluntad de hierro y de una creatividad a prueba de bomba, nunca mejor dicho.

Sólo por sí mismo y al margen de todo otro comentario, el concierto sería ya una obra maestra; basta realmente con escucharlo y experimentar la poderosa mezcla de impulso y sutileza, de ímpetu y expresividad y dejarse embargar por su grandeza. Pero, ya que han venido ustedes a leer estas notas, será que quieren complementar ese placer de la escucha con algunas otras reflexiones que no tienen pretensiones de enseñarles nada, sino simplemente de compartir algunas observaciones a partir de la escucha. Y en ese sentido creo que habría que destacar algunos méritos de la obra que van más allá de su obvia calidad.

El primero de tales méritos lo comparte este último concierto de Beethoven con el conjunto de su obra pianística, especialmente con sus cuatro hermanos mayores y con sus primas de cámara, las treinta y dos sonatas que abarcan casi toda la vida como compositor de quien, en el inicio de su carrera fue más reconocido precisamente como intérprete; un pianista no sólo virtuoso, sino además innovador en su técnica. A lo largo de sus obras podemos rastrear no sólo la evolución de sus ideas musicales y de su estilo, sino también la de su trabajo técnico, que transformó la propia forma de tocar el instrumento en paralelo con las innovaciones que los constructores de la época estaban introduciendo en el mecanismo del piano. Es sabido que a lo largo de su carrera el autor se preocupó de adquirir los nuevos instrumentos fabricados en Viena pero también en Inglaterra y Francia, donde empleaban una manera distinta de construirlos. Y a medida que aparecían estos nuevos pianos la técnica de las nuevas obras beethovenianas se transformaba para aprovechar los recursos que le ofrecían. Un ejemplo de ello es su sonata Hammerklavier, casi intocable para los pianistas del momento (y para muchos de los actuales) por su abrumadora exigencia técnica y sobre todo por cómo exige modos de tocar inconcebibles hasta el momento. Lo mismo ocurre con el Emperador: si nos parece tan distinto de los conciertos anteriores del propio Beethoven o sus predecesores es también debido a que el piano suena de un modo distinto; y no sólo porque se le extraiga una sonoridad mayor o más plena y poderosa, sino también por la riqueza de matices, la mayor amplitud de su extensión sonora o la capacidad para sonar brillantemente en distintas texturas más allá del clásico reparto de melodía y acompañamiento entre las dos manos. En un tiempo en el que los instrumentos estaban aún evolucionando hacia sus formas actuales, el piano incluido, el músico de Bonn jugó un destacado papel como impulsor de tales transformaciones, siempre dispuesto a aprovechar las nuevas posibilidades sonoras y a llevar a los intérpretes al límite de sus capacidades. Este concierto es una buena muestra de ello.

El segundo de los méritos a destacar se refiere a la imaginación sonora de Beethoven; si bien solemos identificar su figura con conceptos como fuerza, impulso, contraste, energía… que cuadran muy bien con su importancia como transformador decisivo de la historia de la música, su obra nunca habría alcanzado la importancia que tiene si no fuera por la fertilidad de su imaginación, por la delicadeza de muchas de sus texturas, por la variedad de los coloridos que consigue en este caso con el propio protagonista de la obra y a partir de su combinación con los diferentes instrumentos de la orquesta y con la propia orquesta en pleno. Que no nos aturda la fuerza sonora de los momentos más espectaculares; tengamos los oídos dispuestos también para disfrutar de las muchas sutilezas que nos encontraremos por el camino. Muy especialmente en el delicadísimo segundo movimiento, que parce presagiar la atmósfera expresiva de los románticos posteriores como Schumann o Chopin, sino también a lo largo del desarrollo de las otras dos partes de la obra, que no son sólo imperiales y épicas a tiempo completo. Si escuchan con atención podrán disfrutar, especialmente, de la magnífica riqueza en el tratamiento de los vientos, en sus combinaciones entre ellos y con el solista.

Y el tercero de los méritos a los que quería referirme corresponde, cómo no, a la labor de Beethoven como transformador de las formas y géneros musicales, algo que le corresponde como título principal en referencia a toda su obra pero que en algunas de sus creaciones, como en ésta, resplandece en toda su capacidad. Las novedades que incluye este concierto respecto al esquema de la época son muy notables e influirían poderosamente en el modelo de concierto romántico que se desarrolló durante el siglo posterior. Comienzan por la propia dimensión de la obra, especialmente de su primer movimiento, que dura él solo casi tanto como muchos conciertos completos de Mozart o Haydn, lo que nos da idea de que, en realidad, lo que movía el genio creativo de su autor, como antes hemos comentado, era su necesidad de expandir los medios de los que disponía en función de sus necesidades expresivas.

Es notorio también que el concierto comienza con una intervención impactante del solista, mucho más desarrollada que las que ya anteriormente habían aparecido, excepcionalmente, en el concierto Jeunehomme de Mozart o en el cuarto del propio Beethoven. A partir de aquí la exposición del material musical a cargo de la orquesta sigue las pautas habituales incluyendo el gusto por el contraste entre temas que tanto caracteriza al compositor: el primero, marcial y rítmico, al que probablemente debe su sobrenombre la obra, da paso a un segundo que comienza casi de puntillas, transita por una sección más lírica y, después de ganar tensión, alcanza una poderosa resolución. El piano retoma esta primera sección aumentándola gracias a pasajes de gran virtuosismo y es en el desarrollo donde se desbordan las pautas del género, como es frecuente en las obras del autor, que aprovecha estos momentos de mayor flexibilidad para dar caudal a su imaginación sonora. También es destacable, ya pasada la reexposición, que no existe propiamente una cadenza (ese momento destinado al lucimiento del solista sin acompañamiento, pensado muchas veces para la improvisación), sino que es sustituida por algo similar pero distinto, con participación de la orquesta.

En definitiva, el majestuoso primer movimiento es el principal exponente del genio transformador de Beethoven: sin perder de vista la estructura básica de la forma sonata aplicada al género concierto, la flexibiliza de tal modo que la hace capaz de dar cabida a algo tan nuevo como este impresionante inicio.

No es menos sorprendente que el delicado y lírico segundo movimiento se vaya a una tonalidad tan remota como Sí mayor, casi en el extremo opuesto del círculo de tonalidades respecto a la principal del concierto, Mí bemol mayor. Esto, sin querer entrar en complejidades técnicas, es una audacia que, en tiempos aún muy apegados a la rigurosa normativa del clasicismo, sólo se le podía permitir a un músico con el carácter y el espíritu libre de Beethoven. Esta intrépida excursión a ocho alteraciones de distancia obliga a un recurso genial para regresar a casa; al final del movimiento un simple descenso de medio tono, de sí a sí bemol, nos ubica ya en un pedal sobre esta última nota, que es la dominante de la tonalidad principal (es decir, algo así como el trampolín desde el que saltar a ella). Mientras las trompas la sostienen, el piano anuncia fragmentariamente el tema del finale, haciéndolo aparecer poco a poco y como escondiéndose hasta que estalla con todo el brillo que caracterizará al último movimiento.

Y es de resaltar que este tema consiste, en su primera parte, simplemente en un arpegio ascendente sobre las tres notas que definen la tonalidad: hacer tanto con tan poco es marca de la casa y Beethoven ya nos tiene acostumbrados a ello. Este tercer tiempo, de nuevo, responde a un esquema clásico, el del rondeau, pero tratado con gran libertad, tanto que su sección central, que debería ser un simple episodio que se aleje del tema para regresar luego a él (o sea, lo que comúnmente es un rondeau), se convierte justo en lo contrario, es decir, en la sección más extensa del movimiento en la que es el tema principal el protagonista pero, eso sí, presentado en imaginativas variaciones que lo conducen a tres diferentes tonalidades: un nuevo atrevimiento tonal.

Sea como fuere, a un emperador se le pueden permitir estos caprichos, más aún si están al servicio de su grandeza. Y recuerden que éste no es el concierto del emperador. De los dos que Beethoven tenía cerca mientras lo componía, uno había escapado de Viena llevado, digamos, de la prudencia (aunque quizá se podría expresar de otra manera menos halagüeña) y el otro estaba bombardeando la ciudad y destrozando los oídos del músico, sin olvidar que este segundo había desatado las iras de quien en tanta estima lo había tenido anteriormente, precisamente por el hecho de haberse autoproclamado emperador, traicionando los ideales de la Revolución. Así que este concierto es, él mismo, el Emperador. Y su imperial majestad no se marchita, como ocurrió con las coronas de Napoleón y Francisco, sino que resiste al tiempo con la misma gloria porque, a diferencia de aquéllas, está fundada en los ideales pacíficos y universales del arte.

Ochenta años y algunos emperadores (ya no sacros y germánicos sino austrohúngaros) después, Antonin Dvorak dedicó al Kaiser Francisco José su octava sinfonía; la compuso en 1889 y la estrenó al año siguiente en su amada Praga. Sin embargo, la obra tiene una fuerte vinculación con Inglaterra, puesto que poco después se interpretó en Londres y también en Cambridge, con motivo del reconocimiento del autor como Doctor Honoris Causa. A sus casi cincuenta años por fin el reconocimiento internacional acompañaba al músico, tanto que, a la hora de publicar la obra, pudo permitirse rechazar la rácana oferta de Simrock, el editor vienés que, gracias a la intercesión de Johannes Brahms, había dado a conocer a quien anteriormente no era conocido más allá de su Bohemia natal.

A pesar de las ocho décadas transcurridas, en la música centroeuropea seguían resonando los acordes de Beethoven; ninguno de sus sucesores podría haberse sustraído a la necesidad de plantearse los mismos problemas que él se había planteado y la medida de la importancia de cada músico de aquel período la daba en buena medida su capacidad de resolver tales cuestiones desde un punto de vista propio y aportar algo nuevo. Dvorak había recogido en su juventud la influencia de Wagner, muy apreciable en sus primeros trabajos sinfónicos, y más adelante experimentó también con la concepción cíclica del desarrollo de las formas que provenía de Schumann y pasaba a través de Brahms. Por supuesto, sobre esta base se asentaban los rasgos más personales del compositor: sus profundos vínculos con la música folclórica de su tierra, cuya recuperación había iniciado Bedrich Smetana, y su maravillosa inspiración melódica, que lo convierten quizá en uno de los músicos más destacados de la historia en la invención de temas inolvidables.

Esta última es, probablemente, la impresión más inmediata que nos provocará esta sinfonía, así como la más duradera. Es admirable la fluidez con que la imaginación de Dvorak encadenaba temas que combinan magistralmente la sencillez que los hace reconocibles y disfrutables con la complejidad suficiente para evitar la ramplonería; este equilibrio tan delicado tiene además la dificultad añadida de que, a diferencia de las cuestiones técnicas que permiten estructurar correctamente la música, no puede aprenderse y depende de las facultades creativas únicas de cada persona.

Más allá de su aspecto más directamente perceptible, esta sinfonía se encuentra entre dos gigantes: la séptima, dramática y predominantemente oscura, tiene una profunda carga expresiva. Y la novena es nada menos que la obra más reconocible del compositor, la Sinfonía del Nuevo Mundo. Entre ellas, la octava es rica en contrastes: tiende a la luz pero no está exenta de momentos de dramatismo. Como una reivindicación de su origen, Dvorak hace abundantes guiños a la música de su tierra, aunque sin emplear temas concretos que provengan del folclore. En estos años, el autor quería reforzar su identidad bohemia después de que sus sinfonías anteriores se hubieran adaptado al modelo germánico más estrictamente, por el mismo motivo por el que se enfadó con Simrock debido a la germanización de su nombre: el editor publicaba sus obras bajo el nombre de Anton en lugar de Antonin.

A todas estas cuestiones se une el amor por la naturaleza, algo que une al checo con otros grandes y cercanos predecesores como Beethoven y Brahms; como ellos, Dvorak amaba los paseos por el campo y los bosques y esta sinfonía se compuso sobre todo durante el verano de 1989 en su sencillo retiro rural en Vysoká, cerca de Praga, donde alternaba la música con otra de sus pasiones: la colombofilia.

Si lo unimos todo, podemos volver a lo que antes nos preguntábamos y explicarnos cuál fue el modo propio en el que nuestro autor respondió a los retos planteados por Beethoven a todos los músicos románticos. Se trata de una combinación de varios aspectos, que repasamos rápidamente.

En primer lugar, hay un tratamiento ambivalente de la cuestión formal: Brahms llegó a criticar la existencia en esta obra de demasiados motivos dispersos que no es fácil asimilar a temas bien definidos, lo cual es cierto puesto que, llevado de ese deseo de adquirir identidad propia y alejarse del estricto modelo constructivo germano, cuyo máximo representante era entonces precisamente Brahms, Dvorak despliega aquí con singular generosidad esa inspiración maravillosa a la que nos hemos referido y yuxtapone más que imbrica sus materiales.

Sin embargo, su aprendizaje anterior no ha sido en vano y observamos que las innovaciones formales que se introducen, si bien simplifican la estructura, no están exentas de un propósito. Por ejemplo, el primer movimiento comienza por un solemne coral que cantan con calidez los violoncellos; pues bien: esta introducción se repite tres veces separando las secciones de la estructura (al inicio, antes del desarrollo y antes de la reexposición de la forma sonata) y dando así sentido cíclico al conjunto, algo que no estaba lejos de los esfuerzos de compositores como Schumann y el propio Brahms, aunque por otros medios.

Igualmente, y si no me estoy dejando llevar por un exceso analítico, creo que se pueden detectar signos de parentesco entre los temas de los diferentes movimientos; concretamente el arpegio ascendente sol-sí-re forma parte tanto del primer grupo temático del primer movimiento como de la cabeza de la melodía del vals que ocupa el tercero (en modo menor, esta vez); y es el principio mismo del tema sobre el que se harán las variaciones del cuarto. Estas conexiones eran frecuentes en el lenguaje del sinfonismo alemán desde Beethoven.

Eso sí; nuestra impresión de la sinfonía, más allá de estos recursos analíticos, va a depender más del hermoso contorno y la expresividad de los temas: escucharemos evocaciones de una naturaleza serena y teñida de trascendencia (en la introducción del primer movimiento, por ejemplo, o en el hermoso adagio que le sigue), reflejo de la visión del mundo de Dvorak y su descubrimiento de la belleza y la bondad de la creación a través del mundo natural. Y escucharemos, muy notoriamente, los ecos de la música checa, presentes sobre todo en el segundo grupo temático del primer movimiento, en el trío (sección central) del tercero, que contrasta con la preciosa melodía de vals lento que lo antecede y lo sigue, y en los materiales principales del cuarto: la fanfarria introductoria de las trompetas y la melodía que sirve de base a las variaciones posteriores.

Sólo algunos momentos dramáticos ensombrecerán el recorrido de la sinfonía (los más intensos en el segundo movimiento) que nos hará disfrutar enormemente de la sensibilidad y la inspiración de uno de los músicos más sensibles e inspirados de la historia, en mi humilde opinión.

Así que basta de palabras; ¡abran paso al Emperador y que suene la música!

Iñaki Moreno Navarro


Vadym Kholodenko.

Piano

Invitado de las mejores orquestas y salas de concierto del mundo, como en EEUU (Sinfónicas de Atlanta, Cincinnati, Indianapolis y Filadelfia); Europa (Nacional Danesa, Filarmónica de Londres, Sinfónica Verdi de Milán y Nacional de España) y Asia y Oriente (Nacional de Taiwán, Sinfónica de Sidney y Metropolitana de Tokio). Ha sido Artista Residente de la Sinfónica de Fort Worth (Texas) y la SWR Sinfonieorchester (Stuttgart). Ha tocado bajo la dirección de Karina Canellakis, Myung-Whun Chung, Cristian Măcelaru, Gemma New, Dima Slobodeniuk, Thomas Søndergård, Krzyzstof Urbański y Kazuki Yamada, entre otros.

Ha ofrecido recitales en todo el mundo, desde Londres, París y Viena, hasta Boston, Chicago y Nueva York. Ha colaborado en cámara con artistas como Clara Jumi-Kang, Anastasia Kobekina, Vadim Repin y los cuartetos Belcea y Jerusalem. Ha realizado numerosas grabaciones con la violinista Alena Baeva, con quien ha tocado en Florencia, Londres y París. Ha grabado obras de Bach, Balakirev, Beethoven, Kurbatov, Liszt, Medtner, Prokofiev, Rachmaninov, Rzewski, Schubert, Scriabin, Siloti, Stravinsky y Tchaikovsky. Sus grabaciones para Harmonia Mundi incluyen el Concierto de Grieg, el 2 de Saint-Saëns y los conciertos de Prokofiev. Su último disco fue con las Variaciones Diabelli de Beethoven y The People United Will Never Be Defeated de Rzewski. para el sello Quartz Music (2022): “Kholodenko está en la élite de los pianistas clásicos» (Norman Lebrecht, para The Critic).

Nacido en Kiev, Ucrania, en donde empezó sus estudios de piano a los 6 años, comenzó a viajar internacionalmente a los 13 años. Fue educado en el Liceo de Música Lysenko de Kiev y en el Conservatorio Tchaikovsky de Moscú, con Natalia Gridneva, Borys Fedorov y Vera Gornostaeva. Ganó el Primer Premio en el Concurso Internacional de Sendai (2010) y el Concurso Internacional Schubert (2011), antes de obtener la Medalla de Oro en el Concurso Van Cliburn (2013).


Nuno Coelho.

Director

Nuno Coelho es director titular y artístico de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias desde octubre de 2022. Además de los conciertos en Oviedo, la temporada 2023/24 le lleva a debutar con la hr-Sinfonieorchester de Fráncfort, la Orquestra Sinfônica de São Paulo, la Orquesta Nacional de España y la Orchestre Philharmonique Royal de Liège. También regresa a la Orchestre Philharmonique du Luxembourg y a la Orquesta Gulbenkian.

Los momentos más destacados de las dos últimas temporadas incluyen conciertos con la Royal Concertgebouw Orchestra, BBC Scottish Symphony, Filarmónica de Helsinki, Dresden Philharmonie, Staatsorchester Hannover, Gävle Symfoniorkester, Sinfónica de Malmö, Residentie Orkest, Orchestre Philharmonique de Strasbourg, Orquesta Sinfónica de Galicia, Tampere Philharmonic, Antwerp Symphony Orchestra y la Orquestra Simfónica de Barcelona. En el ámbito de la ópera, Nuno ha dirigido producciones de La traviata, Cavalleria rusticana, Rusalka y Manon. En noviembre de 2022 dirigió su propia puesta en escena de la reinterpretación de Don Giovanni por José Saramago en la Fundación Gulbenkian, habiendo dirigido previamente su semi-puesta en escena de Così fan tutte la temporada anterior.

Ganador del Primer Premio en el Concurso Internacional de Dirección de Cadaqués en 2017, desde entonces ha dirigido a la Royal Liverpool Philharmonic, BBC Philharmonic, Symphoniker Hamburg, Orquesta Sinfónica de Castilla y León, Noord Nederlands Orkest y la Orchestra Teatro Regio Torino. Fue “Dudamel Fellow” en la Filarmónica de Los Ángeles entre 2018-19 y reemplazó a Bernard Haitink esa misma temporada para hacer su debut con la Symphonieorchester des Bayerischen Rundfunks.

Nacido en Oporto, estudió dirección en la Universidad de las Artes de Zúrich con Johannes Schlaefli y ganó el Premio Neeme Järvi en el Festival Menuhin de Gstaad. En 2015 fue admitido en el Dirigentenforum del Consejo Alemán de Música y durante los dos años siguientes fue tanto Becario de Dirección en Tanglewood como Director Asistente de la Nederlands Philharmonisch Orkest . La literatura y el tenis ocupan su tiempo fuera del podio.

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