Moscú, el conservatorio que no siempre conservaba
Un  edificio, grandote pero nada más que un edificio. Lleno de  instrumentos, lleno de gente que toca estos instrumentos. Lleno de  voces. Lleno de partituras, lleno de lápices que llenan los pentagramas  de nuevas partituras. Lleno hasta reventar de música. Uno de los  corazones de Rusia, de la Unión Soviética. Uno de los minúsculos  corazones del planeta Tierra. El conservatorio de Moscú.
 
Todo  el mundo cree que a un conservatorio se va a aprender. Bueno, pues sí;  también. Más bien a un conservatorio se va a dejar de ser el raro de tu  pueblo. Aunque en realidad los habitantes de un conservatorio no dejan  de ser los raros de sus pueblos: simplemente han salido de ellos y se  han metido todos en la misma cantina. Un proceso no previsto de  pasteurización existencial. Muchos raros juntos ya no pueden ser, por  definición, muchos raros. Ahora son un montón de personas que hablan un  mismo idioma. Respiran aliviadas. Luego se les pasa el alivio, pero  siguen respirando. De hecho, romperán a cantar.
 
A  algunas facultades universitarias -no a todas, claro- se puede ir con  ciertas garantías a pasar el rato. Todos lo hemos vivido en carne o  cartera propia. Se juega al mus, se ligotea con los Erasmus en un inglés  que da miedo oírlo (el nuestro, nunca el de ellos), se fuman cosas  legales y alegales, una vez por semestre se pega uno un atracón de  apuntes prestados y, hala, vuelta a empezar. Así de las 18 a las 23  primaveras, añito arriba o abajo. A un conservatorio como el de Moscú no  se va con este plan, y menos aún en la década de 1940. En este  conservatorio y en estas fechas se entraba siendo ya un titán. Chicos y  chicas -respecto a la igualdad, los soviéticos medio que cumplieron- que  habían pasado un proceso de selección inconcebible. Tréboles de cinco  hojas. En la Unión Soviética la música era una de las pocas religiones  aceptadas y alentadas, así que desde las infinitas escuelas de música al  Este del Telón de Acero se enviaban solicitudes con carpetas llenas de  loas al geniecillo local. Loas generalmente bien merecidas. Descontada  la cuota de enchufados por el Partido imaginemos el nivelazo del resto  de la tropa. Profesorado y alumnado.
 
Todos  los compositores de esta noche estuvieron allí, vaya que si estuvieron.  Pero aunque son todos los que están, no están todos los que fueron.  Falta Rostropovich, Mstislav Leopoldovich Rostropovich. El músico que no  quiso ser compositor, para desesperación de su profesor Shostakovich,  Dmitri Dmitriyevich Shostakovich (1906-1975).
 
Aram  Khachaturian (1903-1978), armenio-georgiano, fue admitido en el  conservatorio de Moscú y viajó 2000 kms para estudiar cello con el  profesor titular Semyon Kozolupov, un personaje extraño en la acepción  menos tierna de extraño. Khachaturian también cursaba los estudios de  composición y finalmente optó por ellos. Se convirtió en uno de los  pilares del olimpo musical de la nación. La URSS perdía un buen cellista  y ganaba un gran compositor.
 
Sulkhan  Tsintsadze (1925-1991), georgiano nacido a 80 kms de Khachaturian,  también fue aceptado en el conservatorio de Moscú y también subió los  2000 kms para estudiar cello con Kozolupov. Para variar estudió  composición en paralelo y, sorpresa, abandonó el instrumento para  centrarse en la creación. Tsintsadze desanduvo el camino y volvió a su  Georgia natal para hacerse cargo de la vida musical en Tbilisi. Otro  gran compositor que dejó su carrera de buen instrumentista.
 
Lo  de Mstislav Rostropovich (1927-2007) tuvo más miga. Por supuesto nació a  2000 kms al sur de Moscú y, por supuesto, fue admitido en el  conservatorio de Moscú para estudiar cello con Kozolupov, ¡que era tío  suyo!. Por supuesto se matriculó asimismo en composición. Y aquí  finaliza este día de la marmota. Tras dos cursos en el conservatorio, el  violoncellista Rostropovich se presentó con 18 años al Concurso de la  Unión Soviética para Jóvenes Músicos (el límite de la juventud se llevó  hasta más allá de la treintena para dar cabida a todos los artistas  movilizados por la Segunda Guerra Mundial). Los debates en el seno del  jurado fueron acalorados y estrafalariamente chuscos. Su profesor,  Kozolupov, insistía en cargárselo bajo el argumento de que ya tendría  tiempo de ganarlo en el futuro (la verdadera razón parecía ser bastante  más siniestra y tenía que ver con celos del padre de Mstislav, Leopold,  también cellista. Hamlet en versión soviética). En el otro bando estaba  el presidente del tribunal, el ya famosísimo Shostakovich, quien  insistió ferozmente en otorgarle el premio al chaval aun a riesgo de  perderlo para las filas de la composición, cosa que ya sabemos que  terminó sucediendo. El mundo desaprovechó un compositor normalito  tirando a malo -si hemos de creer al interesado- para conservar a uno de  los instrumentistas más remarcables que ha dado el Planeta.
 
La  reflexión de Rostropovich fue directa y sin paños calientes. Para qué  voy a dedicarme a escribir música si vivo rodeado de gente que lo hace  pero que mucho mejor que yo. Venga, yo a tocar -que no veo yo muchos  referentes por ahí arriba- y a conseguir que todos estos creadores a los  que admiro escriban algo para cello. El proyecto de una vida. Un  proyecto cumplido. El relato de las mañas que puso en juego para  conseguirlo llenaría varios volúmenes de batallitas. A Britten le sacó  la promesa de las Tres Suites para Cello con la amenaza cierta de hacer  la más grotesca y ridícula de las reverencias ante un miembro de la  familia real británica si no se las componía. A todos les decía lo  mismo. "Escribe lo que creas que tienes que escribir. Todo se puede  tocar".
 
Mstislav,  Slava para todos, tenía una de las personalidades más solares que haya  visto la historia de la música. Como el Mozart de Milos Forman pero en  real. Le bastaba con dormir tres horas por noche. Generoso hasta la  ruina. Con unas capacidades intelectuales que dejaban boqueabiertos a  sus semejantes -y no eran semejantes cualesquiera-: todo le interesaba, a  todo el mundo preguntaba y escuchaba. Pianista a ratos muertos de un  nivel apabullante -llevó el Segundo de Rachmaninov a su examen de piano  complementario-, un director de orquesta galvanizador. El mejor y más  impuntual de los docentes. Aprendió de memoria todo lo que tocó en su  vida -aunque una buena parte de este repertorio sólo lo interpretase en  una ocasión-. y de su resistencia en el terreno de la farra y la  parranda mejor no hablar. En resumen, los testimonios coinciden en que  su sola presencia hacía cambiar la temperatura de una sala. Todos  entendían el apodo de ‘Girasol’ en este sentido, hasta que llegó una  hermana y explicó que esto de girasol es porque cuando era niño no había  forma de peinarle la mata de pelo.
 
En  1965 Slava ya estaba más que lanzado en su política de recolección y  contactó a un crío de dieciséis años, Boris Tishchenko, alumno en último  curso de Shostakovich, de quien su amigo del alma y compañero en el  claustro del conservatorio hablaba maravillas. Tishchenko le compuso un  bello e insólito concierto para cello, 17 vientos, acordeón y percusión.  Al principio Shostakovich puso el grito en el cielo al saber que Boris  se había salido del plan de estudios para escribir esta obra pero,  cuando la vió, felicitó al hombrecito. Es más, en un gesto inusual de  respeto y admiración, Shostakovich reorquestó el concierto de Tishchenko  para que fuera más programado. Y el largo 1966 no acabó aquí.  Shostakovich decidió regalar a Slava -y regalarse a sí mismo por su 60  cumpleaños- un segundo concierto para cello y orquesta, el opus 126. Una  obra hecha con los ingredientes de lo que iba a ser su 14ª Sinfonía. El  exuberante Rostropovich y el timidísimo Shostakovich mantuvieron  durante tres décadas una profunda amistad. Ambos ocupaban  sistemáticamente las portadas zalameras de la prensa mundial mientras  que en su propio centro, el conservatorio de Moscú, los trataban por  rachas como apestados. Este Segundo Concierto para Cello de Shostakovich  no es otra cosa que una conversación privada hecha pública: una de las  formas que encontraron de hablarse en un mundo en el que las paredes  escuchaban y largaban.
 
El  resto de las obras del programa son otras declinaciones de cómo los  compositores soviéticos podían y debían concebir la música. La Obertura  Festiva había sido compuesta por Shostakovich en 1947 para el 30  aniversario de la Revolución pero que, finalmente, quedó aparcada hasta  1954; año en la que se utilizó para la fiesta del 37 aniversario. Decir  que esta obra es de Shostakovich es mucho decir. Sin duda escribió todas  y cada una de las notas, gustó a rabiar y Stalin la habría canturreado  si no hubiese muerto el año anterior; pero quien seguro que no la  canturreó jamás fue el propio compositor. Tanto el Concierto para Cello  es denso a saturación de su ser como homeopática es la Obertura. Por  supuesto Shostakovich nunca dijo ni mu al respecto.
 
Las  danzas de Tsintsadze son otro de los vectores de creatividad, éste sí  mucho más sincero, que acogió la URSS. Durante su larguísima carrera,  desde sus primeras obras de 1945 hasta 1988, Sulkhan cultivó  sistemáticamente la miniatura folklórica para cuarteto de cuerda.  Georgia lo reconoció como una de sus voces, orquestaron muchas de estas  obritas y esta fama de chico bueno le abrió un cierto crédito que  Tsintsadze gastó en componer una serie paralela de cuartetos en un  lenguaje mucho más experimental.
 
Otro  tanto podría decirse de Khachaturian. Su música para el drama  ‘Masquerada’ de Lemontov fue compuesta en 1941, pero no fue hasta 1944  que la obra se dió a conocer al gran público a través de su versión  reducida de suite orquestal. El Vals de ‘Masquerada’ fue tan popular  como el Adagio de ‘Spartacus’, otra de sus partituras más escuchadas.  Aram extrajo al menos seis suites diferentes de este ‘Spartacus’, un  gran ballet en cuatro actos estrenado en Leningrado en 1956. De nuevo la  Unión Soviética coronaba a un compositor con una mano mientras con la  otra le hacía signos de callarse. Khachaturian, otro de los grandes  amigos de Rostropovich, fue de los pocos que se negó a que su compañero  se convirtiera en transparente. Durante dos largos años se jugó su  propio prestigio al obstinarse en visitarlo hasta el mismo día de 1974  en que Slava abandonó su patria con su familia, dos cellos, una maleta  por barba y un perro de 90 kilos. El conservatorio de Moscú fue una  fabuloso centro de creación pero, ciertamente, tantas veces no pudo o no  supo oponerse a las fuerzas que lo obligaban a no conservar.
 
Joseba Berrocal
 
 
 
 
Daniel Müller-Schott, violonchelo
 
Nació en Munich, comenzó a estudiar violonchelo con 6 años. Estudió  con Heinrich Schiff y Steven Isserlis. Con 15 años, ganó el Premio  Chaikovsky de Moscú.
 
Esta  temporada tocará con la Orquesta Ciudad de Birmingham y Andris Nelson,  Filarmónica de Londres y Christoph Eschenbach, Orquesta Nacional de  Francia y Kurt Masur, Orquesta NHK en Japón y Kurt Masur, Orquesta  Sinfónica de Sao Paulo y Yan Pascal Tortelier, y con la Filarmónica de  la Royal Liverpool y Vasily Petrenko. Con la Sinfónica de Nueva Zelanda y  Pietari Inkinen realizará una extensa gira.
 
Ha  ofrecido recitales en Washington, Musikverein de Viena, Concertgebouw y  Wigmore Hall de Londres. Actúa en los Festivales de Salzburgo, Lucerna,  Ravinia, Tanglewood y Aspen.
 
Como músico de cámara colabora con Julia Fischer, Anne-Sophie Mutter, Jean-Yves Thibaudet.
 
Su  grabación de las Suites de Britten ha obtenido el premio Diapason d´Or.  Ha grabado la Sinfonía de Bitten y la Sinfonía concertante de Prokofiev  junto a la WDR Symphony Orchestra y Jukka-Pekka Saraste.
 
 
Toca un violonchelo Matteo Goffriller “Ex Saphiro” de 1727.
 
 
 
Hobart Earle, director
Nacido en Venezuela, aunque de  padres estadounidenses, Hobart Earle ha adquirido fama en varios  continentes como director dinámico y vibrante.
 
 
En la actualidad, es el director  musical y director principal de la Orquesta Filarmónica de Odessa,  orquesta a la que el maestro Earle ha elevado a una prominente posición  internacional sin precedentes en la historia de la organización. Con  esta orquesta, ha dirigido cientos de conciertos con gran éxito por toda  Europa, Norteamérica y Australia.
 
Como invitado, ha actuado con  numerosas orquestas de Europa, Norteamérica y Asia. En Rusia, ha  dirigido varias de las principales orquesta de Moscú, así como la  Filarmónica de San Petersburgo. Durante las dos últimas temporadas,  dirigió nuevas producciones de los ballets 
La reina de las nieves y 
Don Quijote en la Ópera Nacional de Grecia en Atenas.
Hobart Earle, galardonado con el título de Artista Distinguido de  Ucrania, ha sido el primer y único extranjero en la historia de Ucrania  en recibir tal honor. En 2003, en colaboración con los principales  periódicos de Ucrania, la Asociación de Cosmonautas Rusos le dio el  nombre de Hobart Earle a una de las estrellas de la constelación Perseo.